En el calendario litúrgico de la Iglesia Católica, el 1 de noviembre se erige como un faro de esperanza y reflexión espiritual. Es elDía de Todos los Santos, una solemnidad que invita a los fieles a elevar la mirada hacia el cielo, recordando no solo a los grandes nombres canonizados por la historia eclesiástica, sino también a esos innumerables héroes anónimos cuya santidad brilla en la eternidad. Como cronista que ha visto innumerables eventos religiosos a lo largo de los años, siempre me ha fascinado cómo esta fecha entrelaza lo divino con lo humano, lo eterno con lo efímero. En un mundo acelerado por la tecnología y el consumismo, este día nos obliga a pausar y contemplar el significado profundo de la santidad. Pero, ¿de dónde surge esta celebración? ¿Por qué se fija en esta fecha precisa? ¿Y cómo se vincula con la víspera de Halloween, esa noche de disfraces y dulces que parece tan ajena al recogimiento católico?
La historia del Día de Todos los Santos se remonta a los albores del cristianismo, cuando la fe naciente enfrentaba persecuciones feroces en el Imperio Romano. En aquellos tiempos, los mártires —esos valientes que preferían la muerte antes que renegar de su creencia en Cristo— eran venerados como ejemplos supremos de santidad. La Iglesia primitiva, consciente de la multitud de estos testigos, sentía la necesidad de honrarlos colectivamente. Según relatos históricos, ya en el siglo IV se observaban conmemoraciones locales para todos los santos, especialmente en Oriente, donde se celebraba una fiesta en honor a los mártires el domingo después de Pentecostés.
Pero el punto de inflexión llega en el año 609 d.C., bajo el pontificado de Bonifacio IV. Este papa, en un gesto simbólico de conversión cultural, dedicó el Panteón romano —antiguo templo pagano dedicado a todos los dioses— a la Virgen María y a todos los mártires. La fecha elegida fue el 13 de mayo, y así nació formalmente lo que hoy conocemos como el Día de Todos los Santos.
Imagínense la escena: un edificio imponente, testigo de cultos politeístas, ahora rebautizado en nombre de la fe cristiana. Es un ejemplo perfecto de cómo la Iglesia ha sabido integrar elementos culturales preexistentes, transformándolos en vehículos de evangelización. Como comenta el historiador eclesiástico John McManners: “Esta dedicación no fue solo un acto litúrgico, sino una declaración de victoria espiritual sobre el paganismo romano, recordándonos que la santidad conquista incluso los espacios más profanos”. Sin embargo, la fecha no permaneció inalterada. En el siglo VIII, el papa Gregorio III (731-741) trasladó la celebración al 1 de noviembre, al dedicar una capilla en la Basílica de San Pedro a todos los santos.
El padre Thomas Reese, jesuita y analista religioso, explica en sus comentarios: “El traslado a noviembre no fue casual; representaba la Iglesia adaptándose a las culturas locales, recordándonos que la fe no destruye, sino que redime y eleva lo humano”. Esta evolución no se detuvo allí. En el siglo IX, el papa Gregorio IV extendió la celebración a toda la Iglesia universal, consolidándola como una solemnidad obligatoria.
Desde entonces, el 1 de noviembre se ha mantenido como el día dedicado a honrar a todos los santos, conocidos y desconocidos, que han alcanzado la visión beatífica en el cielo. Es fascinante cómo esta fecha, nacida de la necesidad de recordar a los mártires, se expandió para abarcar a toda la “comunión de los santos”, un concepto central en el Credo Apostólico.
¿Qué significa realmente el Día de Todos los Santos? No es solo una lista de nombres ilustres como el cura Brochero, la mama Antula, Artémides Zatti o Nazaria March; sino que es una invitación a reconocer que la santidad es accesible a todos los bautizados. La Iglesia enseña que los santos son aquellos que, por gracia divina, han vivido las Bienaventuranzas en plenitud, convirtiéndose en intercesores ante Dios.
Como bien lo expresa el Catecismo de la Iglesia Católica, esta solemnidad celebra “la victoria de Cristo en sus miembros”, recordándonos que el cielo no es un club exclusivo, sino un destino para todo aquel que busca la voluntad de Dios. El cardenal Raniero Cantalamessa, antiguo predicador franciscano de la Casa Pontificia, comenta al respecto: “El Día de Todos los Santos nos recuerda que la santidad no es un privilegio de unos pocos, sino la vocación universal de los cristianos. Es un día para celebrar no solo a los canonizados, sino a esos ‘santos anónimos’ que vivieron la fe en el silencio de la cotidianidad”.
Esta perspectiva democratiza la santidad, alejándola de pedestales inalcanzables. En mis coberturas de peregrinaciones, he visto cómo fieles comunes se inspiran en esta idea, sintiéndose parte de una gran familia espiritual. Historiadores como Eamon Duffy, en su obra sobre la tradición católica, enfatizan que esta fiesta surgió de la devoción popular: “En la Edad Media, el Día de Todos los Santos se convirtió en un bálsamo para las almas, recordando que incluso los olvidados por la historia son recordados por Dios”. Es un antídoto contra el olvido, en una era donde la memoria colectiva se diluye.
Información tomada de INFOBAE
Source: Crealo

