Los obligan a comer carne descompuesta, los golpean hasta la inconsciencia, los tienen vigilados para no escapar; les impiden bañarse y no ganan un centavo. Son campos de trabajos forzados ubicados en la Sierra Tarahumara, donde los narcotraficantes acechan a los migrantes para robarles su libertad y explotarlos.
Proceso logró entrevistar a tres sobrevivientes de estos campos: Adrián, Mauricio y Aurelio. En sus relatos se devela un infierno terrenal perfectamente ubicado, organizado y solapado por las autoridades.
“¡Bienvenidos al infierno!”
“¡Bienvenidos al infierno. Ahorita les vamos a presentar al diablo!”, les advierten en a los migrantes que bajan de la estación Julio Ornelas mientras los golpean para “invitarlos” a “trabajar”.
Julio Ornelas se ubica en el municipio de Guazapares y limita con el de Urique, ambos colindantes con el estado de Sinaloa, cerca del Triángulo Dorado.
Ahí fue reclutado Adrián. Inquieto y alegre, el oriundo de Baja California cuenta lo que vivió a sus 22 años: “Me dijeron que iba a tomar un tour para Ciudad Acuña, en Coahuila. Nos explicaron que es un nuevo sistema de migración de aduana para que ya no intentáramos cruzar otra vez, era dejarnos retirado de nuestro estado para batallar”.
Llegaron a la Casa del Migrante en dos camiones llenos. Adrián se sumó a cinco personas deportadas, de quienes se separó durante el camino. Sólo recibió el 25 por ciento del pasaje porque en ese mes (septiembre) Coahuila sufrió un desastre natural y requerían destinar más apoyo a los damnificados.
Consiguieron llegar hasta Torreón en vehículos y pasaron a Durango caminando. Posteriormente fueron trasladados en un tráiler hasta Chihuahua: “El 15 de septiembre dormimos en las vías (de Chihuahua).
Los otros dos chavos comenzaron a fumar mariguana y el tren salía en la madrugada. Me separé de ellos y me acoplé con otra persona, había muchísima gente cerca de las vías, pero sólo salimos tres. Uno tenía como 30 años, era de Chihuahua y el otro de Hermosillo”.
Se quedaron dormidos y horas después despertaron con un arma cuerno de chivo en la cara. “Con otro cuerno de chivo nos picaban las costillas. Eran como las 5 de la mañana. Nos levantaron con groserías: ‘órale hijo de tu mamá’”.
Los tres hombres que pararon el tren previamente colocaron banderas de colores para que el maquinista se detuviera.
“Eran tres chavos igual que nosotros, uno era el hijo del jefe (…) Bajaron a otros de diferentes vagones, no sabíamos que iban ahí. Éramos siete personas, a un viejito lo dejaron ir. Yo pensé que eran militares que nos iba a revisar o algo, me bajaron de un piquete con el arma y de una patada”.
Caminaron durante un día y medio hacia el lugar donde estaba el campamento. Pasaron un pueblo llamado Tojabó, donde después, supieron, surten la comida para los integrantes del grupo delictivo.
Cuando bajaron del tren, les dijeron que les iban a hacer el “paro” para “destapar la mota”. Les pagarían 200 pesos diarios que nunca recibieron. “Nos dijeron que llegando nos iban a matar una vaca y sí, lo cumplieron. Era una vaca podrida, llena de gusanos. Pero no había opción de negociar ‘o fierro o plomo’, así nos dijeron”.
En el camino hacia el campamento observaron muchos ranchos y más campamentos. Vieron mujeres caminando ensangrentadas, “era sangre de su mes. No hablábamos con ellas ni las veíamos casi, pero a nadie dejaban bañarse ni cambiarse, a veces podíamos bañarnos al pasar por un arroyo, nada más”.
“Ahora les voy a presentar al ‘diablo’”, les dijo el hijo del sicario responsable. Habían llegado.
Los recibió el jefe vestido de militar y les advirtió: “Quien quiera irse no la va a librar, los cerros están vigilados, no somos el único campamento”.
Adrián no estaba acostumbrado al trabajo de campo, ahí aprendió, pero mientras eso sucedía, sufrió fuertes golpes porque no rendía como otros: “Una vez, el dueño casi me quebró un brazo”.
Durante casi tres meses, Adrián limpió terrenos donde sembraron goma y mariguana, hasta tabaco.
“Nos daban de comer sólo caldo de frijol, cucharadas de cebo, caldo de cebo, suero de leche, caldo de hueso en un vaso de plástico. Ellos (los sicarios) sí comían muy bien, robaban ganado, vacas para hacerse sus comidas. Nosotros nada más olíamos la carne asada”, recuerda.
Al mes y medio llegó un helicóptero con militares. “Ya teníamos la parcela secando y la mariguana. Yo salí corriendo, no supe si aterrizaron o bajaron por una cuerda. Corrí toda la tarde y ese fue mi primer intento de fuga. Al día siguiente me desperté sobre una piedra y supe que no tenía otra opción que regresar”.
“Iba asustado porque me iban a pegar por haberme ido. Vi que tiraron varios árboles para bajar con el helicóptero”. Sólo regresaron dos de los seis que llegaron con Adrián. Eran de Sinaloa, Honduras, Aguascalientes, Torreón y ciudad Cuauhtémoc, municipio de Chihuahua.
Los militares no quemaron toda la droga, dejaron la mitad del producto y el trabajo forzado continuó.
Los tres entrevistados refieren que el jefe era de Los Mochis, Sinaloa, y empleado del cártel que lleva el nombre de ese estado.
En el siguiente viaje para reclutar más migrantes, llegó Mauricio, quien tiene 27 años y es del estado de Chihuahua. También lo bajaron en la estación Julio Ornelas. Él iba de regreso a su casa. Salió de Estación Sufragio, en el estado de Sinaloa.
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