Alemania ya no lleva la guerra a casa, sino que la reparte por el mundo. El escándalo global de corrupción ambiental que envuelve a Volkswagen arrojó una cortina de humo sobre otro asunto que revela el modo en que las grandes empresas alemanas hacen negocios internacionales.
En semanas pasadas, la autoridad federal de ese país imputó a directivos de Heckler and Koch, la mayor productora de armas de infantería del mundo, por vender a México, ilegalmente, fusiles que terminaron en Guerrero. Algunos fueron utilizados durante la masacre y desaparición de estudiantes normalistas de Ayotzinapa en Iguala.
Pero no termina allí. Con las armas de Heckler and Koch –un fusil, una subametralladora y una pistola nacidos en Alemania y portados por soldados mexicanos– se han realizado decenas de ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, violaciones sexuales, torturas y detenciones ilegales durante las últimas cuatro décadas.
Una de esas masacres ocurrió en Tlatlaya, no muy lejos de Iguala. Allí, entre 15 y 22 personas fueron ejecutadas por soldados que entre las manos llevaban las siglas H&K. Entre las víctimas estaba una niña de 15 años de edad ahora enterrada en Arcelia, Guerrero.
SinEmbargo viajó a la pequeña e idílica ciudad de Oberndorf am Neckar, donde se sitúa la fábrica de Heckler and Koch. Y luego fue a Arcelia, en donde está la familia de Érika. Halló dos mundos opuestos. El paraíso y el infierno. Allá, el paraíso; acá, un infierno donde las llamas no han dejado de quemar cuerpos desde hace años.
En los siguientes días, SinEmbargo se introduce al mundo de las armas, las dobles morales, el tráfico incesante de muerte que entrega paz a ciertos pueblos (como los alemanes) y vuelve otros un valle de lágrimas.
Érika en una imagen con su padre. Foto: SinEmbargo Humberto Padgett
Érika en una imagen con su padre. Foto: Humberto Padgett, SinEmbargo
TLATLAYA I
La madrugada del 30 de junio de 2014 se quiebra con los disparos del exterior y de los fusiles HK G-3 escupiendo lumbre, las últimas luces que muchos de ellos verán por última vez.
Las luces de las linternas y los disparos guías, similares a bengalas, entran a la pequeña bodega sin puertas ni ventanas en medio de un camino rural de la comunidad de San Pedro Limón, municipio de Tlatlaya, en el Estado de México, a cinco horas de sinuoso camino al suroeste del Distrito Federal.
“Los disparos comenzaron de afuera”, habla Omar Guzmán Pineda, padre de Érika, una muchacha de 15 años de edad presente en el almacén. “Primero hirieron a mi hija en la rodilla, en la derecha. También sangraba de un costado y del otro, creo que porque la bala la atravesó, pero estaba viva. Estaba bocabajo y viva. Clara, la mamá de mi niña, corrió hacia ella para ayudarla, pero un soldado la arrancó de su lado con jalones e insultos.
“Dejaron agonizar a mi hija durante una hora. Luego la arrastraron y por eso quedó toda raspada del vientre y las piernas. Uno de los soldados la volteó. Se sacó la pistola que traía en la cintura y, frente a su madre, el militar le disparó ocho o nueve veces sobre el pecho. Luego le sembraron un arma que, al parecer, es una AR-15”.
—¿Sabe usted con qué arma la hirieron antes? —pregunto a Omar Guzmán.
—Los disparos, repito, comenzaron de afuera hacia adentro y los militares sólo usan un fusil al que nosotros conocemos aquí como el G-3 —rifle que el Ejército mexicano convirtió en su arma de cargo en la década de los setenta, para uniformarse con la munición de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, pero a la que México no pertenece.
Omar Guzmán es delgado y siempre lleva un adusto gesto de desconfianza en el rostro. Habla rápido y su piel es morena oscura. Viste camisa blanca abierta y calza huaraches de tiras de cuero tan delgadas que apenas sujetan una suela delgada que le salva de andar descalzo.
¿Se puede algo más de calzado si el calor a la sombra supera los 40 grados centígrados?
Esta es la Tierra Caliente, pero nadie puede decir que sólo lo sea por la temperatura. En esta nación interior conformada por algunos municipios de Guerrero, Michoacán y el Estado de México los grupos del narcotráfico resuelven sus diferencias con la exhibición de las cabezas de sus enemigos, ocupan territorios con violaciones de niñas y convierten a policías federales capturados en piras funerarias al lado de la carretera.
Los tiempos violentos en Arcelia por razones del narcotráfico ocurrieron hace siete u ocho años, cuando La Familia Michoacana tomó por asalto el pueblo, dominado por Los Pelones, uno de los varios grupos integrantes del Cártel de los Beltrán Leyva.
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