¿Cuándo fue la última vez que le diste un beso a tu mamá? Ojalá que haya sido esta mañana o, cuando menos, en algún buen día del mes. De lo contrario, fracasaste como hijo. Y lo sabes.
La relación con nuestras madres fue una montaña rusa de emociones: Durante los primeros años no podíamos vivir sin ellas, después quisieron ser nuestras mejores amigas, en la adolescencia se volvieron nuestras peores enemigas; ya más grandecitos entendimos el porqué de sus acciones y, hoy otra vez, no podemos vivir sin ellas.
No podemos empezar nuestro día sin que nos manden un mensajito vía Whatsapp (escrito a las prisas y “con un resto” de errores ortográficos o tan mal que terminan resignadas mandando emoticons).
No entendemos al mundo sin que nos den alguna palabra de ánimo. No avanzamos sin ese abracito que nos dan cada que pueden. Y no seríamos quienes somos sin el nivel Súper Nova de chantaje que manejan.
Nos costó mucho llegar a este entendimiento con ellas. Si eres un hijo de tu madre (mexicana) seguro sabes de qué hablamos.
Todo comenzó durante la lactancia, cuando nos hacían taquito para cargarnos.
Continuó cuando nos abandonaron en la escuela y se quedaron ahí mirando nuestras lágrimas hasta que la miss nos llevó arrastrando hasta el salón de clases.
O cuando nos obligaban a ver algo que no queríamos porque insistían en que sus pequeñitos debían ser unos valientes.
Y qué tal cuando nos obligaban a portarnos bien porque si no el ratón de los dientes, los reyes magos o el hada de quién sabe qué iba a castigarnos con el látigo de su desprecio. Y no recibiríamos ni un solo regalito.
Haz memoria: Tú, esa niña que era una mala influencia, el chicle en la silla de la maestra. La niña desterrada de tu vida… para siempre.
Tu sándwich de cajeta. O mermelada. O nutella.
O tu tupper con fruta. Que… perdiste… otra vez
¿Te acuerdas cuando te enseñaron a decir “mande”? Desde entonces supiste que lo tuyo era el “qué”. Aunque sigues fingiendo.
Tú, haciendo fila en las tortillas. Comiéndote “un taquito de sal”. Después de haber peleado durante horas con tu mamá porque “ay, mamá, siempre yo”.
¿Por qué las mamás siempre quieren que hagas las cosas como ellas? “Así no se hace. Mira. Aprende”. “Pero mamá, yo lo hago a mi modo”. “Tu modo no sirve” 🙁
Hasta que te hacías mayor y entendías que “no tienes sirvienta”.
Seguro te acuerdas de cuando te dejaban de tarea hacer maquetas, y tu mamá terminaba haciéndolas por ti. Aplauso para ella.
Aprendimos por nosotros mismos a ir a ver cómo ponía la marrana.
¿Ya no te acuerdas de cuando te obligaba a hacer lo que ella decía porque si no lo hacías el señor del costal iba a venir por ti?
O, peor aún, porque vivías bajo su techo.
Escena B: Tú diciendo groserías a sus espaldas, tú echando novio a sus espaldas, tú fumando a sus espaldas, tú bebiendo a sus espaldas. Tú haciéndolo todo a sus espaldas porque sino quién sabe cómo te iba a ir.
O cuando tu maestra de la primaria te obligaba aaprenderte de memoria “Señora, señora”. Y tu mamá terminaba llorando.
Toda hijo que vive bajo el techo de una mamá mexicana sabe que “Aquí no es hotel”.
Y que mientras sigas viviendo bajo su techo… sabrás lo difícil que es intentar tener una vida.
¿A quién más le dijeron: “Ponte suéter”, “No tomes mucho”, “No llegues tarde”?
O el drama que implicaba cualquier salida tuya: “Te estuve esperando despierta toda la noche”.
Qué tal la bienvenida cuando -por fin- llegabas a tiempo para comer sus alimentos.
Y si, por enésima vez, te portabas mal: tú recibiendo chanclazos. Cinturonazos. Periodicazos…
Todo transcurría más o menos bien hasta que te amenazaba con su maldición: “Cuando tengas a tus hijos verás lo que se siente”.
Fuente: Garuyo