Novio sicario, igual a una tarjeta VIP: Michelle, mujer “zeta”

Reportaje publicado en la sección VICE de Excélsior.

En un arranque de honestidad, la custodia que tengo junto a mí comenta que la reclusa a la que espero sobresale del resto de la población: por su corta edad, su esmerado cuidado personal y sus finos rasgos faciales. Tales características ilustran acertadamente a Michelle. Lo anterior lo pienso cuando veo que baja las escaleras del segundo piso destinado, dentro del CERESO, a las internas que cometieron delitos del fuero federal como secuestro o delincuencia organizada en entidades distintas a Baja California; de ahí que las internas de casa les llamen, “las trasladadas”.

Del cuello de Michelle cuelga una cruz tejida con hilo rojo que contrasta con su inmaculada camiseta blanca. En su mano una pulcra agenda telefónica estampada con la imagen de Central Park, parece una extensión natural de sus dedos. Estos son los dos únicos objetos que una interna puede llevar consigo estando fuera de la celda. Después de presentarnos, Michelle explica que tomó la decisión de compartir su pasado conmigo, a causa de la lectura que realizó hace unos días de El Zahir, de Paulo Coelho. “Para sanar y llenarme de nuevas historias debo sacar de mi interior las historias viejas”, me declara convencida de interpretar correctamente las palabras del escritor brasileño.

A punto de iniciar la entrevista, una interna consumidora de heroína que pasa junto a nosotros, se desmaya y convulsiona. Dos internas vacían media botella de agua en su rostro y la arrastran al interior de una celda. “Trae la malilla”, advierte Michelle, insegura de haber utilizado correctamente el término que hace referencia al síndrome de abstinencia. “Esa droga no se ve en Monterrey, allá pura cocaína y mariguana”, aclara.

MICHELLE

Estoy presa porque mi novio era sicario. Cuando lo conocí yo trabajaba de oficinista en una refinería de Pemex que está en Cadereyta, Nuevo León. El Gordo, como le digo a mi novio, se hizo Zeta a los 19 años, ahora tiene 24. Nació en Houston. Sus tíos son del sur de Tamaulipas. En una visita que les hizo, uno de sus primos le presentó a unos Zetas. Le gustó el dinero fácil; le pintaron la idea de que era un mundo muy padre donde ganas mucho sin hacer nada. Su trabajo era cuidar y limpiar la plaza de contras; además movía droga y vendía carros. En algún momento pensó en salirse de Los Zetas, pero el miedo no lo dejaba.

Mi vida a su lado era una fiesta de todos los días. Comida, bebida y drogas para todos. Él y sus amigos de la operativa [grupo de sicarios] cerraban un lugar y pagaban cuentas, en una noche tranquila, de unos 30 mil pesos. No me sentía poderosa por tener un novio sicario, aunque no voy a negarlo, llamaba mi atención que recibiéramos un trato especial en los antros y en los estadios para ver juegos. Tener un novio sicario es como tener una tarjeta VIP. Las atenciones que te dan son fuera de lo mortal, como decimos. Hubo momentos en los que teníamos mucho dinero, pero otros en que no podía entrar dinero ni armas a la zona de guerra ―como le decíamos a Ciudad Victoria― porque todas las entradas estaban bloqueadas por el gobierno.

Por supuesto, al principio te da miedo, pero luego te gusta, y más a mí que necesitaba todo tipo de atenciones. Fácilmente caí en ese remolino de excesos y violencia. Aunque nada valía la pena, hacer con él cosas de novios era lo que me gustaba realmente.

El Gordo se metía cocaína y mariguana. Cuando estaba drogado con cocaína no se alimentaba y eso me enojaba porque era mucho mi esmero en prepararle la comida. Luego yo también empecé a consumir cocaína y entendí por qué no le daba hambre. Bajé muchísimo de peso, recuperé mi talla cero. Si no estaba metiéndome cocaína estaba durmiendo. Despertaba y no desayunaba, no tenía ganas de nada, no quería saber nada del mundo; había días en que nomás picaba algo de fruta en la cena y otra vez a consumir. No sé cuántos gramos consumía por día, pero digamos que comenzaba a las diez de la noche y acababa a las nueve de la mañana; salía el sol y tenía la voluntad de irme a dormir, para mí era una droga de la noche.

TESTIMONIOS DE MUJERES ZETAS

No alucinaba con la cocaína, simplemente empecé a estar más tranquila. No había conocido algo tan milagroso; digamos que entendí por qué era tan importante su trabajo de sicario. Con la cocaína mejoraba mi estado de ánimo y me gustaba porque no peleábamos; él estaba más amoroso, se sentía más tranquilo y contento porque compartíamos algo. Llegué a consumir cocaína todos los días durante los últimos tres meses antes de mi detención. Consumirla era una euforia contenida, a excepción de una vez que me puse a tomar whisky con Red Bull. ¡Dios, nunca quise volver a saber nada, demasiado acelere para mi corazón! Si no hubiera sido detenida habría muerto de una sobredosis, es lo más lógico, ya estaba perdiendo el control. Algo que no me gusta de la cocaína es que me seca mucho la garganta, por eso empecé a tomar cerveza, aunque mi gusto son las piñas coladas.

Conocí a mi novio por mis amigas. Un domingo andábamos dando la vuelta en el auto y paramos a cargar gasolina en un 7-Eleven; nunca he sido de ir a antros, me gusta más dar el rol en el carro. De pronto llegó este niño en su camioneta y resultó que era amigo de mis amigas; me lo presentaron, pero hasta ahí. Éramos un grupo de tres amigas. Fátima, que me presentó a mi novio y quedó embarazada de un sicario Zeta que está preso; Brenda, que la desaparecieron; y yo, que estoy en la cárcel. El caso de Brenda fue el más horrible. Traté de indagar qué había pasado con ella y ver en qué podía ayudar.

La investigaron y se supo que le estaba pasando información al Golfo; por órdenes de los superiores la pusieron para que la pozoliaran”, me platicó mi novio. Pero la verdad que ella ni en cuenta, el único nexo que tenía era yo, y todos éramos del mismo cártel que se la llevó. En Monterrey hubo un tiempo en que todas las chavas luchaban por el poder, aunque los novios eran los que andaban de Zetas. Estoy segura que fue por celos de otra chava que la desaparecieron. Me tocó ver que entre las chavas se levantaran falsos o se echaran a la policía o al ejército, nomás por chingarse a la otra.

Fátima tenía tiempo de andar con esa onda de ser amiga de sicarios; un tiempo se puso de moda en Monterrey, era muy raro. De pronto nosotras ya teníamos en el grupo social a unos sicarios; de pronto todas tenían un familiar o un conocido que trabajaba para Los Zetas. Cuando llegaba a la casa de mi amiga estaba el que sería mi novio con los demás de la operativa. O a veces yo ya estaba ahí y llegaban, y sentía miedo; no me iba demasiado pronto para que no fuera evidente que no quería tener contacto con ellos. Poco a poco me fui dando cuenta de que él era una persona normal que se dedicaba a delinquir y que no era lo que yo pensaba que podía ser: malo y grosero. Eso sí, todo el méndigo tiempo traía armas, hablaba por radio y escuchaba al Cártel de Santa. Yo más bien soy popera, me gusta Katy Perry.

En ese tiempo había el rumor de que si le gustabas a un Zeta te secuestraba, te hacía hasta lo que no imaginabas y te tiraba ya muerta. Claro que no pasa nada de eso, si no a mí ya me lo hubieran hecho.

En aquellos años tenía 18, ahora tengo 22; mi novio y sus amigos tenían entre 20 y 30 años. Todos eran sicarios, pero platicábamos de cosas comunes: programas de televisión, la película que los había hecho llorar o de marcas de ropa. No entendía en qué consistía ser sicario, si mataba por dinero o placer, solamente veía que andaban por la vida con armas, camionetas y si se encontraban algo que los pusiera en peligro se defendían ―eso pensaba, hasta que indagué.

SICARIO
Hay una imagen que me perturba, sucedió un 15 de septiembre. Estábamos en una casa de seguridad y llevaron a un detenido, mi novio lo golpeó tanto que me salí para no ver. Cuando regresé la persona estaba muerta por los golpes y las patadas. Fue muy impresionante, jamás había visto a un muerto.

La persona con la que vivo, con la que duermo y me beso, es un asesino”, pensé. Debo decir que por un momento me quedé viendo al muerto porque fue tanta la impresión que me paralicé y no supe si correr, huir o qué hacer.

Un mes después fuimos a un rancho en el monte, puros matorrales y árboles. Otra vez la operativa tenía a dos personas detenidas. “Hazme un favor, para que estos no la vean, lleva a la señora a hacer sus necesidades allá, lejos”, me dijo mi novio para que ayudara a una señora de 60 años a caminar para que hiciera del baño. “¿Cómo te atreves?”, pensé. Después caí en cuenta que prefería que la llevara yo a que la llevaran esos tipos que quién sabe qué crueldad podrían ser capaces de hacerle.

“¿Cómo la ayudo, cómo me la llevo?”, me pregunté y vi a mi mamá, a mi abuela, a mí misma. La señora y el señor que estaban detenidos eran papás de un miembro del Cártel del Golfo. Mi novio justificaba su crueldad diciendo que, si lo agarraban los soldados o la contra, ellos no iban a tentarse el corazón para torturarlo.

Y sí medio le valía madres enfrentarse con los soldados. Cuando amenazaba con dejarlo me decía: “voy a ir a pelotearme (balear) al cuartel militar”. Atentaba contra su vida y yo me ponía muy nerviosa. Duré de noviazgo un año y medio. A pesar del monstruo que pareciera ser, no era tan malo. Se portaba bien con mi familia, me escuchaba, era buen compañero. El problema era en lo que se convertía cuando trabajaba. No lo justifico, porque sí era un hijo de la chingada.

Pero prefería pegarle a la pared que pegarme a mí; dentro de su locura nunca me agredió.

Tuvimos un problema y le dije que no estaba funcionando la relación. Como a la hora escuchó que le dije por teléfono a mi mamá que me quería regresar. “Vamos a pensarla un poco, no te vayas”, me dijo. Eran las tres de la tarde y a las cuatro salía mi autobús de Ciudad Victoria a Monterrey. “Dame la oportunidad”, seguía insistiéndome.

Los Zetas traen un radio con una frecuencia con la que saben en dónde están las unidades verdes; me volví experta, era una lunática que nomás estaba viendo en donde estaban los soldados, no me los quería topar. La camioneta que nosotros traíamos estaba polarizada y en Tamaulipas eso está prohibido; los militares tienen autorización de disparar contra ese tipo de vehículos que es característico de los Zetas. Total, que adrede pasamos por enfrente de ellos en su afán de detenerme. “Párate, se están regresando, vienen hacia nosotros”, le dije porque miraba a los vehículos por el espejo. En lugar de pararse pisó el acelerador y nos comenzaron a disparar. Nos pegaron una correteada marca diablo.

Párate, no quiero que me maten”, le grité. Nomás traíamos un arma corta que alcanzó a tirar por la ventana. Se nos atravesaron y a él lo bajaron y comenzaron a golpear, pero a mí no me hicieron nada. Nos llevaron a la PGR. A las 20 horas de estar detenidos un abogado que defiende narcos nos liberó.

Mi abuela, hermanos y mis papás fueron por mí, me estaban esperando afuera de las instalaciones. Junto con mi novio fuimos a comer. Creo que no lo vieron peligroso, porque no me decían casi nada, a pesar de que ya les había platicado que era sicario.

Mejor sí vete para Monterrey, las cosas se pondrán pesadas por lo que acaba de pasar”, dijo mi novio. Regresé a Monterrey con mi familia y no lo vi en un mes; hasta que lo hirieron de una pierna y fui a verlo. Ya antes había sido herido del pecho y de un brazo; también lo habían incapacitado. En la organización hay doctores que son los que se encargan de ir a las casas de seguridad a atenderlos y de incapacitarlos.

Recuerdo la segunda vez que salí con El Gordo. Íbamos en la camioneta y él y otros de la operativa, con los vidrios arriba y la refrigeración prendida, fume y fume mota, se hizo una mega nube. Nos bajamos del auto y me desmayé de tanto que tragué humo. No me gusta la mariguana porque me da mucha hambre, pero después pude acostumbrarme a estar en medio de una bola de humo adentro de la camioneta mientras él manejaba; uno podía transitar haciendo lo que quisiera, y si la policía municipal de Monterrey te detenía, nomás prendías las luces intermitentes y con eso sabían que eres de la gente, como le dicen a Los Zetas; y luego podías seguir tu camino.

Tengo pocas cicatrices porque me faltó perder el miedo a poner en peligro mi cuerpo. Nunca fui de correr, brincar; nunca me subí a un árbol, cosas de ese tipo. De cuando era muy niña nomás tengo una cicatriz en la ceja: andaba jugando con un primo a las canicas; y en el codo tengo otra, caí intentando manejar bicicleta, jamás aprendí. Es incongruente porque después hice cosas peores que me trajeron a estar presa. Creo que siempre tuve miedo y un día dejándome guiar quise demostrar que ya no lo tenía; porque a mí sola nunca se me hubiera ocurrido andar con un sicario en una camioneta, con armas, granadas y todo ese tipo de cosas que me sobrepasaban. Al final lo que hice fue por sentir la adrenalina.

“UN FEDERAL INTENTÓ VIOLARME”
Estábamos viviendo en Ciudad Victoria, pero de la noche a la mañana a mi novio lo mandaron a trabajar a San Fernando, Tamaulipas; cinco meses atrás habían descubierto una de las narcofosas. Él se adelantó y mientras me quedé en Ciudad Victoria. A los días lo alcancé en San Fernando. Nos vimos, pero solamente 48 horas, porque se regresó a la casa de seguridad para hacer la guardia; otra vez tuve que quedarme sola en el departamento que rentábamos. Un fin de semana habló al celular como a las dos de la tarde y me invitó a comer: “dile al Greña que pase por ti y que te lleve a tal Oxxo, ahí te recogerá un chofer y te llevará a un restaurante donde estaré yo”, me dijo, así muy tranquilo. El Greña me dejó en un Oxxo y el chofer pasó por mí. O sea, por cuestiones de seguridad entre ellos no podían conocer sus ubicaciones; yo tampoco.

En el camino nos detuvo la Policía Federal. A cada quién nos subieron a una camioneta. Este niño, el chofer, no aguantó la golpiza de los federales y terminó dando la ubicación de la casa de seguridad donde estaba mi novio, sus compañeros y todo el arsenal. Yo no estaba en posesión no nada, pero de todos modos me detuvieron. No vendaron mis ojos, pero me levantaron la blusa y con ella me taparon la cara; me decían groserías y me empujaban. Fuimos a un hotel, lo sé porque dejaron que me quedara sola en la camioneta; no podía respirar por los nervios y como pude me moví la blusa de la cara y pude ver muchas patrullas, policías y habitaciones.

Fueron por mí a la camioneta y me encerraron en el baño de una de las habitaciones. “Quítate toda la ropa, encueradita, vamos a ver si escondes armas o droga”, dijo un federal encapuchado. Ya desnuda intentó violarme y amenazó con electrocutarme; quería saber de qué manera encajaba en toda la historia. No me violó el federal porque le mandaron hablar, pero llegó otro que me dijo que era de Derechos Humanos y que estaba para cuidar que nadie se me acercara ni me hiciera algo. Ya nadie se me acercó ni me hizo nada, solamente me preguntaban cosas. Desde el baño, como una hora después, pude escuchar la voz de mi novio y de uno de sus amigos. Se escuchaba como los golpeaban. Pensaba que me iban a matar, amenazaban con llevarme con la contra a Matamoros, y sí me llevaron, pero a un hospital a que me hicieran un dictamen médico y luego a las instalaciones de la PGR.

Cuando me llevaron a la PGR descansé, por fin pude respirar. Ahí me topé con dos chavas que estaban trabajando en San Fernando; las había conocido en una fiesta; tenían varios días desaparecidas. ¡Ay no!, estaban brutalmente golpeadas, era algo horrible. El pelo rapado, la cara hinchada, los ojos morados; vestían camisas de hombre y estaban todas llenas de sangre. Las habían violado entre treinta y tantos tipos del Cártel del Golfo; les mutilaron el pezón, ¡era algo muy espantoso! Primero las detuvo la Policía Federal y las torturaron mucho, después ellos las entregaron al Golfo. Estaban ahí conmigo, pero en calidad de víctimas porque a los tipos del Golfo los detuvo el ejército cuando las iban trasladando para matarlas, pero para su suerte en el camino se toparon con el ejército y las rescataron. Las dos eran halconas en San Fernando.

Recuerdo que un federal se portó buena onda y me prestó su celular para marcarle a mi mamá. “Voy para la PGR, hija”, me dijo mi mamá; lloraba mucho. “No te arriesgues”, le dije, “los del Golfo están aquí en Matamoros y te pueden hacer algo”. Dos días después de mi detención estaba en Baja California. Mi mamá pudo verme dos meses después de llegar a la cárcel, porque primero estuve en observación. Nunca estuve en el arraigo del DF como mis otras compañeras de estancia (celda).

Ahí conmigo estaba otra chava de Monterrey que trabajaba con uno de los contadores de los Zetas en Coahuila. Era amiga de los músicos de Kombo Kolombia, que mataron los Zetas, que porque andaban cantando en territorio de los del Golfo. Estábamos en la estancia cuando vimos la noticia en la televisión. Ese día teníamos tortas de carne asada que habíamos comprado en la tiendita, no quiso comérsela porque estaba muy triste.

“EXTRAÑO EL OLOR A SUAVITEL”
Tengo 40 meses aquí, no me han dado sentencia, pero mi abogado dice que serán como 12 años si me va mal. Mi mamá vive en Monterrey y me visita muy seguido, pero este año ya no tanto; mi hermano creció y ya está entrando a la preparatoria, aparte, ella trabaja de lunes a sábado, es superintendente en una empresa de recursos humanos, pero me apoya en todo, no me reprocha nada, tampoco mi papá. Mi proceso y abogado están en Veracruz.

El Suavitel en la ropa y en las cobijas es lo que más extraño de la calle: el olor a limpio, aquí siempre huele a drenaje. Mi mamá escribe cartas y me las manda con perfume, sin que yo se lo pida, ella intuye que extraño esos aromas. También manda cobijas muy coloridas, sabe que necesito el color en mi vida, aquí todo es blanco y gris; nunca volveré a usar esos colores.

En prisión te posee la ira. Brota tu instinto animal y dan ganas de ahorcar a una de las compañeras de celda, aunque lo mío siempre ha sido la depresión, no la violencia. Por ejemplo, a los 11 años empezaron a medicarme contra la depresión. No sabía manejar mi adolescencia. Tenía el llanto muy sensible, todo me provocaba: la indiferencia de mi mamá, que me levantaran la voz o que no me compraran algo. A los 15 años comencé con intentos suicidas, tres veces quise suicidarme tomando varios frascos de pastillas. Luego varios días en coma, hospitalización y al final me daban de alta. No le hallaba sentido a la vida; aparte se me hizo muy pesada la prepa, no podía acomodarme con los horarios, a veces entraba muy temprano o salía muy tarde, el chiste es que jamás podía organizarme, no me hallaba.

En libertad era muy exigente con la comida, aquí lo fui al principio pero ya no. Lo único que puedes hacer en prisión es entregarte a tus obsesiones. Tengo ganas de comer hasta que me canse y lo hago; de fumar hasta que me harte, también; llorar hasta que los ojos se pongan como pelotas, ¿y por qué no? La cárcel vino a cambiar muchos conceptos de cómo debía ser mi vida; cambiaron algunos gustos por la comida.

No me gusta esto, no me gusta lo otro”, decía con algunos alimentos. Aquí tengo que comer lo que me dan: no comía huevos pero ahora sí, y eso que es huevo en polvo. La Pepsi tampoco la consumía, ahora sí la consumo mucho, pero estoy tratando de dejarla.

Desde los 13 años fui anoréxica y bulímica; era una forma de violencia hacia mí misma; caminaba y se me doblaba el tobillo de lo débil que estaba, pero la vanidad era más fuerte. Lo veía como un acto liberación, pero ahorita digo, “¿qué ganas de estarme haciendo daño?” Todo porque la ropa se me viera bien. Si estás gordita no te luce cierta blusa, cierto pantalón, pero ya no pienso así, después de tres años de verme en pants y sudadera caigo en cuenta que eso no es importante. Por más que quiera no puedo controlar el comer, pero ya de plano intento moderarme, no podía dejar de comer a todas horas; poco a poco estoy recuperando el cuerpo de antes. Comía mucho por ansiedad; una de mis compañeras de estancia que también viene relacionada con un sicario de los Zetas, pero de Torreón, subió mucho de peso, por la ansiedad; se la pasaba comiendo pan con crema de cacahuate.

El psiquiatra de la prisión me da medicamento controlado porque tengo trastorno mixto de ansiedad y depresión. Las pastillas me hacen dormir mucho y tener bastante hambre; también me ha dado por fumar mucho. Cuesta trabajo aceptar que eres una del montón. Una más a la que su novio malandro engañó y los dos terminaron en prisión.

ESPACIO DE ENCIERRO
Las relaciones afectivas entre las compañeras no están permitidas. No te pueden ver abrazando a nadie, cualquier cosa y sospechan de lesbianismo. Es casi imposible tener una relación física con otra compañera, pero sí, algunas se mandan cartitas o chocolates. Alguna vez he imaginado como sería, pero creo estar muy definida en cuestiones de amor; pero a veces me asusto porque como dicen: “por algo se empieza”. No quiero ser del club que por soledad se hizo lesbiana.

A lo que más temor le tengo es a marcar por teléfono a mi casa y que ya nunca más me contesten. Aquí los castigos son que no puedas recibir visita, que no te dejen hablar por teléfono o que no te vendan comida de la tiendita. Otro castigo es que te encierren en la bartola por 15, 30 o 60 días; hace poco se suicidó una muchacha ahí. La bartola es una celda en donde no tienes contacto con nadie.

He cambiado en la cuestión estética. Antes teníamos cosméticos, pero ahora no. Yo decía, “¿cómo voy a andar así?, ¿cómo voy a salir?” Todas las ideas que tenía de mi físico cambió. No me siento a gusto, puedo verme mejor, pero digo, bueno, no está tan mal. Aunque siento que me veo más mayor, lo veo en mi cara, porque llegué aquí siendo una niña, bueno, no de 12 años, pero sí de 19. Para verme uso una bolsa de Sabritas o de galletas; les quito lo que tiene de color y queda el empaque metalizado, lo tenso y así medio te ves. O cuando paso junto a una máquina expendedora aprovecho para verme, pero no siempre, hay cosas que prefiero recordar como era antes.

En mi casa era muy desordenada. Aquí el bonque, que es la cama, es tu pequeño mundo y trato de tenerlo de cierta manera. En mi casa para cambiarme una vez tenía que sacar toda la ropa del clóset. Aquí soy muy cuidadosa con mis cosas, tengo un lugar para todo. Me dan mareos. Para todo de lo que uno se queje nomás te dicen que es el estrés, y sí es cierto, es el estrés, porque estamos en un ambiente muy pesado, porque por la alimentación no es, porque sí comemos bien.

Todos los días hago ejercicio en la estancia. A veces nos pega la loquera y cuando salimos al patio corremos en la cancha de basquetbol, pero es muy raro. El chiste es hacer ejercicio cardiovascular para terminar cansada y dormirse.

Estoy terminando la preparatoria. Los estudios son de manera autodidáctica, pero entre las compañeras nos apoyamos. Una de mis compañeras que era de Los Zetas en Veracruz, nos enseña matemáticas; es bien fregona. Allá afuera no había terminado la secundaria y aquí nos ayuda a las de prepa con álgebra y cálculo, aprendió sola. Yo apoyo a las de mi pasillo con la materia de inglés. La primaria y la secundaria las hice en escuelas católicas privadas y aprendí bastante. También soy buena con las tres materias de historia que se imparten aquí en el CERESO: Mundial contemporánea, Moderna de occidente y México siglo XX; con esas materias de historia las apoyo.

Creo que mi único delito sería omisión. No recibía ninguna paga, no usaba armas, ni tenía acceso a ellas. A veces sí me he dicho que pude evitar situaciones, porque sí me llegué a enterar de cosas muy pesadas, pero por otra parte no estaba en mis manos cambiarlas. Lo único que hubiera podido hacer como ciudadana era denunciar y no lo hice.

La primera semana que salga de aquí voy a quitarme este tatuaje que me hice en el antebrazo en honor a mi novio. Dice: “Cada día te amaré más”. Ya no lo necesito, es una lástima porque me gustan los colores que tiene.