Alejandra, Diego y yo nos conocimos en la prepa, tiempo después se casaron y se fueron a vivir a San Miguel de Allende, Guanajuato, dichosos con sus calles adoquinadas, restaurantes caros y turistas con bermudas. Por cuestiones de trabajo, estarán unas semanas en la Ciudad de México y decidimos reunirnos a comer en mi casa, yo misma elaboraría la cena y todo sería perfecto… o eso creí, pues la vena socialista que les conocí en aquella preparatoria de la UNAM, aunada a un estatus de clase media-alta que habían adquirido en San Miguel, empezaron a complicar las cosas.
– “Pero no comemos nada gringo” – escribió Ale en el grupo de Whatsapp que recién formamos.
– Neta, ¿ya no más viajes al black friday en Portland y bye Coachella?– les dije en tono medio burlón.
– Ya no, estamos en resistencia. Por lo menos los próximos cuatro años haremos puros viajes nacionales o a América Latina y trataremos de dejar de dar ganancias a esas cadenas imperialistas.
– ¿Entonces no vamos a ver el Super Bowl?
(pausa incómoda)
– Bueno, sólo el medio tiempo.
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Sus condiciones llegaron muy tarde y el supermercado más cercano era de una de esas “cadenas imperialistas”, el tianguis no se ponía y mi idea de alitas Tyson con litros de Bud Light quedaba completamente descartada.
Sin decírselos, claro, fui a dicho supermercado cuyo director Doug McMillon, es parte del “Foro estratégico y de políticas económicas” que formó el Presidente de Estados Unidos Donald Trump y no obstante, anunció una inversión de más de mil millones en México.
“Más que la planeación de una cena, esto parece una tarea escolar”, pensé, pues era la primera vez en la vida que asistía al supermercado con la disposición de revisar los productos. No sólo precios, sino etiquetas, códigos de barras, marcas, empresas importadoras, direcciones de producción y sellos.
El menú a realizar consistía en una ensalada, una sopa azteca y un pastel de carne. Es decir, necesitaba desde lo más básico como el aceite, muchas verduras, carne hasta aderezos y puré de tomate.
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Comprar verduras en el supermercado siempre es un tema, la mayoría no están etiquetadas, ni en bolsas y carecen de sellos. O te puedes encontrar con el dilema de que dicen “Producto de México”, pero no están empacados aquí pues el código de barras no empieza con 750, las etiquetas están en inglés o se trata de empresas estadounidenses con invernaderos y tierras en México.
Sin embargo, recorrer la zona de frutas y verduras nos puede llevar a marcas verdaderamente mexicanas, que incluyen por supuesto, manzanas, jitomates, aguacates y limones.
Incluso, hay un área con cultivos orgánicos e hidropónicos, en donde también hay vegetales rebanados listos para servirse (de ahí llevé las zanahorias para el pastel) y hasta “lechugas vivas”, que vienen empaquetadas con todo y raíces que les dan frescura por mayor tiempo, eso sí, el precio es mayor.
La ensalada estaba casi resuelta, era cuestión de encontrar un buen aderezo, arándanos, nueces, miel de abeja y un poco de aceite de oliva.
En cuanto a los frutos rojos, creí que sería más complicado conseguirlos pues Estados Unidos es el primer productor de arándanos, no obstante, los conseguí en el supermercado, en el anaquel de la empresa regiomontana “Plantavit”.
Lo mismo ocurrió con las nueces para completar la ensalada y el chile pasilla que necesitaba para la sopa, pues en ese mismo estante encontré la marca “Don Zabor”, que tiene como domicilio la Central de Abastos de la Ciudad de México y se especializa en productos deshidratados.
Aproveché para comprar ajo y cebolla (básicos), algunos champiñones frescos, chayotes y pimientos para el pastel de carne.
El aderezo tampoco fue problema, pues entre los varios importados o de grandes marcas estadounidenses, pude obtener uno hecho en Valle de Bravo y un par más que se ofrecían como “aderezos artesanales”, producidos también en el Estado de México.
La miel de abeja tampoco se complicó, pero pese a que México es el sexto productor y tercer exportador más importante de este alimento, la oferta de miel de abeja se reducía a dos, comparada con la cantidad mucho mayor de miel de maple en el anaquel.
A elegir entre una bien conocida –pero a fin de cuentas parte de un corporativo– o la de el osito, opté por la del osito.
El gran problema vino cuando busqué el aceite, en el de canola no hubo ningún desafío, pero el de oliva fue imposible, todos están importados de Italia o España, “ah pero con ellos no es el pleito”, pensé. Ante la duda, mejor un italiano.
La harina, necesaria para el pastel de carne, tampoco fue un problema, recurrí a la bien conocida Molinera de México; en los huevos tampoco hubo pierde pues prácticamente todos los estados del país lo producen.
Al escoger el puré de tomate llegó otro predicamento, había productos con código de barras y producidos en México, pero pertenecían a marcas como Hunt’s, de gran tradición estadounidense; otro igualmente rezaba “hecho en México”, pero al buscar la marca (Contadina) en internet mientras miraba insistentemente los empaques, vi que pertenecía a Del Monte, una empresa con sede en San Francisco, California. Mejor, me fui a lo seguro y elegí un tetra pack Del Fuerte.
Las aceitunas fueron otro problema, pues la mayoría de ellas eran importadas de España, únicamente las hechas para el propio súper estaban producidas aquí.
Para la sal, en lugar de inclinarme por la “refinada” de siempre, encontré una de grano que dice ser del mar de Celestún, en Yucatán y además de ser gourmet se vende como un producto artesanal que promueve el comercio justo. Seguro a mis amigos les gustará.
La carne fue el mayor reto pues la venden ya empaquetada con plástico y servida en un plato de unicel. Al preguntar a los trabajadores, ninguno supo decir su origen, así que para evitar quedarle mal a los invitados, preferí esa sí comprarla en la carnicería cercana a la casa ese mero día.
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Un supermercado armado para que la gente compre lo que necesita y lo que no, para que vea primero las marcas mejor posicionadas y que responde muchas veces a contratos exclusivos con ciertos distribuidores, suena a mucha tentación. Además, los productos importados suelen ser percibidos como de mayor calidad y no necesariamente.
Si bien la campaña “consume local” se ha ido a extremos de rechazar marcas de servicios, alimentos y esparcimiento que se utilizan día a día, lo cierto es que a nivel nutricional, es fácil optar por comida fresca, producida en el país y sobre todo, no procesada, es decir, aquella que no tiene exceso de grasas, azúcares, sodio y demás ingredientes añadidos.
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Lo que comprobé con esta experiencia, es que aunque parezca complicado tener esa filosofía, por economía y salud, es necesario revisar etiquetas, no sólo para ver su lugar de origen sino la cantidad de ingredientes que poseen, ya lo dijo anteriormente la experta Julieta Ponce, del Centro de Orientación Alimentaria a Mundano: “entre menos ingredientes tenga la etiqueta del producto es más nutritivo, a veces no podemos ni siquiera pronunciar el tipo de ingredientes que tienen los productos. Entonces si al leer la etiqueta tienes desconfianza, no lo compres”.
Claro, otro de los consejos es preferir comprar en los tianguis o mercados tradicionales, tratar de conocer a los productores, no desconfiar de un producto vendido en canastas o sin código de barras.
Por mi parte, maté dos pájaros de un tiro, mis amigos quedarán complacidos con la comida y aprendí que aunque parezca complicado, consumir lo mexicano es asunto de voluntad.
Sin Embargo