Mi psicoterapeuta me da LSD

El timbre de la puerta de Friederike Meckel Fischer sonó a las 6:30 de la mañana del jueves 29 de octubre de 2009. Diez policías esperaban en la calle. Una vez dentro, registraron la casa, esposaron a Friederike, una diminuta mujer de 60 años, y a su marido, y se los llevaron a un centro de prisión preventiva. Les hicieron fotos y les tomaron huellas, y después les metieron en sendas celdas de aislamiento. Unas horas más tarde, Friederike, psicoterapeuta, fue llevada a la sala de interrogatorios.

El oficial de guardia le leyó el compromiso de confidencialidad que ella requería de cada uno de sus clientes al comienzo de sus sesiones de terapia de grupo. “Fue entonces cuando supe que me había metido en un buen lío”, cuenta ella.

“Prometo no divulgar la ubicación, ni el nombre de la medicación, ni el de las personas presentes. Prometo no lastimarme ni a mí ni a los demás en forma alguna, durante o después de esta experiencia. Prometo salir de esta experiencia más sano y más sabio. Me hago personalmente responsable de lo que aquí haga”.

La policía suiza había recibido el chivatazo de una antigua cliente cuyo marido la había dejado tras acudir juntos a terapia. Responsabilizaba a Friederike.

Pero lo verdaderamente problemático, para Friederike, era la falta de ortodoxia de su método terapéutico. Como complemento adicional a sus sesiones independientes de terapia conversacional clásica, ella ofrecía un catalizador, una herramienta que ayudara a sus clientes a reconectar con sus sentimientos, con la gente de su entorno y con sus vivencias traumáticas pasadas. El catalizador era LSD. En muchas de sus sesiones, también se hacía uso de otra sustancia: el MDMA, o éxtasis.

Friederike fue acusada de poner en peligro a sus clientes, de traficar con drogas con fines lucrativos y de ser una amenaza para la sociedad por alentar el uso de “drogas intrínsecamente peligrosas”. Este tipo de terapia psicodélica está al margen tanto de la psiquiatría como de la sociedad. Sin embargo, el LSD y el MDMA comenzaron sus vidas como fármacos terapéuticos, y existen ensayos clínicos recientes que tratan de evaluar si podrían volver a serlo.

‘Mi hijo monstruo’

En 1943, Albert Hofmann, un químico del laboratorio farmacéutico Sandoz, en Basilea, Suiza, estaba trabajando en el desarrollo de un medicamento capaz de contraer los vasos sanguíneos, cuando ingirió una pequeña cantidad de dietilamida de ácido lisérgico, o LSD, accidentalmente. Sus efectos le estremecieron. Tal y como dejó escrito en su libro, “L.S.D.: mi hijo monstruo”:

“La forma de los objetos, así como la de mis compañeros de laboratorio, parecía estar sometida a cambios de óptica… La luz era tan intensa que resultaba desagradable”. Al correr las cortinas caí de inmediato en un peculiar estado de embriaguez, caracterizado por una imaginación exacerbada. Con los ojos cerrados, aparecían ante mí fantásticas imágenes de colores intensos y de una extraordinaria plasticidad. Dos horas más tarde, este estado se fue aplacando de manera gradual y fui capaz de cenar con buen apetito”.

Intrigado, decidió volver a tomar la droga, esta vez en presencia de sus colegas, para determinar si se trataba de la verdadera responsable. Los rostros de sus compañeros pronto se volvieron “grotescas máscaras pintadas”, escribe.

“Perdí la noción del tiempo: el tiempo y el espacio estaban cada vez más desordenados, y me asaltó el miedo a estar volviéndome loco”, escribió el descubridor del LSD

“Perdí la noción del tiempo: el tiempo y el espacio estaban cada vez más desordenados, y me asaltó el miedo a estar volviéndome loco. Lo peor de todo era estar plenamente consciente de mi condición pero no poder hacer nada por detenerla. A ratos me sentía como si estuviera fuera de mi cuerpo. Creí que había muerto. Mi ego estaba suspendido en algún lugar en el espacio y vi mi cuerpo tendido, inerte sobre el sofá. Pude observar claramente, y tomar nota, de cómo se desplazaba mi alter ego, gimiendo por la habitación”.

Pero lo que más captó más su atención, aparentemente, fue lo que sintió a la mañana siguiente: “El desayuno estaba delicioso. Fue un placer extraordinario. Cuando salí al jardín más tarde, donde resplandecía el sol tras una lluvia primaveral, todo brillaba y relucía como bajo una luz nueva . El mundo parecía recién creado. Todos mis sentidos vibraban en un estado de máxima sensibilidad que persistió durante todo el día”.

Hofmann sentía que tan solo el hecho de recordar la experiencia en tan gran detalle, era en sí trascendental. Creyó que la droga podría ser verdaderamente relevante para la psiquiatría. Los laboratorios Sandoz, después de descartar su toxicidad con ratas, ratones y seres humanos, la puso en circulación enseguida, para uso científico y médico.

Uno de los primeros en empezar a utilizar el medicamento fue Ronald Sandison. Este psiquiatra británico visitó Sandoz en 1952 e, impresionado por las investigaciones de Hofmann, retiró 100 ampollas de lo que entonces se llamaba Delysid. Sandison comenzó a dárselo de inmediato a aquellos pacientes del Hospital Powick, en Worcestershire, que no lograban avances con la psicoterapia tradicional. Tres años más tarde, los mandamases del hospital estaban tan satisfechos con los resultados que construyeron una nueva clínica de LSD. Los pacientes llegaban por la mañana, tomaban su dosis, y se recostaban en habitaciones privadas. Cada uno tenía un tocadiscos y una pizarra para dibujar, y enfermeras o asistentes que les observaban periódicamente. A las cuatro de la tarde, los pacientes se reunían y conversaban sobre sus experiencias. Después, un chófer les llevaba a sus casas, a menudo aún bajo los efectos de la droga.

Más o menos por aquel entonces, en Canadá, otro psiquiatra británico, Humphery Osmond, experimentaba con la utilización del LSD para ayudar a que los alcohólicos pudieran dejar la bebida. Declaró que la droga, en combinación con apoyo psiquiátrico, lograba tasas de abstinencia del 40% al 45%, muy superiores a las de cualquier tratamiento del momento o desde entonces. En otros lugares, los estudios con pacientes terminales de cáncer mostraban que la terapia con LSD era capaz de mitigar el dolor severo, mejorar la calidad de vida y aliviar el miedo a la muerte.

En Estados Unidos, la CIA probó a dar LSD a ciudadanos desprevenidos, para comprobar si esto les hacía revelar sus secretos. Mientras tanto, en la Universidad de Harvard, Timothy Leary, alentado por el poeta beat Allen Ginsberg, se lo daba a artistas y escritores, quienes procedían a su vez a describir sus experiencias. Cuando se corrió la voz de que facilitaba drogas a sus alumnos, los agentes de las fuerzas del orden comenzaron a investigar y la universidad alertó a los estudiantes contra el consumo de ácido. Leary aprovechó entonces la oportunidad para predicar sobre el poder de esta como vía hacia el desarrollo espiritual. Esto pronto provocó su despido de la facultad, lo que no hizo más que acrecentar la fama de ambos. El escándalo había captado la atención de la prensa, y pronto todo el país había oído hablar del LSD.

Para 1962, Sandoz estaba ya recortando la distribución del LSD, a causa de las restricciones en experimentación con drogas sobrevenidas tras un escándalo farmacológico totalmente distinto: los defectos de nacimiento vinculados a la talidomida, un medicamento contra las náuseas del embarazo. Paradójicamente, las restricciones coincidieron con un aumento en disponibilidad del LSD; la formula no era complicada ni cara de obtener, y aquellos empeñados en hacerlo podían sintetizarla en grandes cantidades sin mayor dificultad.

Aún así, se desencadenó un pánico moral por sus posibles efectos sobre la mente de la juventud. Las autoridades también temían la asociación del LSD con la contracultura y la propagación de sentimientos antiautoritarios. Las peticiones de su prohibición a nivel nacional proliferaron, y muchos psiquiatras dejaron de utilizar el LSD según iba creciendo su mala reputación.

Una de las muchas historias que aparecieron en la prensa hablaba de Stephen Kessler, que asesinó a su suegra y después afirmó no recordar nada, pues estaba entonces “viajando con LSD”. En el juicio se descubrió que había tomado el LSD un mes antes, y que en el momento del asesinato estaba sólo bajo los efectos del alcohol y de las pastillas para dormir, pero para millones de personas lo que lo había convertido en un asesino era el LSD. Otro artículo hablaba de estudiantes universitarios, cegados tras mirar fijamente al sol bajo los efectos de la droga.

En 1966 se convocaron dos subcomités del Senado de EEUU para escuchar las declaraciones de algunos médicos que aseguraban que el LSD provocaba psicosis y la “total pérdida de valores culturales”, además de las declaraciones de partidarios del LSD como Leary o el senador Robert Kennedy, cuya esposa Ethel, se rumoreaba, había recibido terapia con LSD. “Tal vez hayamos perdido de vista el hecho de que, en cierta medida, podría sernos de una gran, gran ayuda, como sociedad, si supiéramos utilizarlo correctamente”, dijo Kennedy, desafiando la decisión de la Food and Drug Administration de cesar todos los programas de investigación con LSD.

La posesión de LSD fue ilegalizada en el Reino Unido en 1966, y en EEUU en 1968. Su uso experimental en investigación todavía se permitía, bajo licencia, pero a causa del estigma añadido por su estatus jurídico, esta se hizo cada vez más difícil de conseguir. La investigación se detuvo, pero su uso ilícito con fines recreativos, no.

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