Los seis capítulos más aterradores de series que te harán apagar la pantalla

“El terror no tiene forma”, fue la feliz traducción que recibió el remake de The Blob en las carteleras españolas a finales de los años ochenta. Aquel título incidía sobre una idea, valga la redundancia, aterradora: el miedo se transmuta, se disuelve y empapa el tejido de nuestra realidad, convirtiendo cualquier el acto más rutinario en una experiencia extrema. ¿Y qué puede haber más rutinario y aparentemente inofensivo que ver la televisión?

Cualquiera podría pensar que se trata de una experiencia plácida: sentarse en tu sillón favorito, agarrar el control a distancia y dejar que la sucesión de imágenes te abstraigan de lo mundano. Nada más fácil, más cómodo que sintonizar tu contenido favorito, ya sea en la pantalla tradicional como en cualquier dispositivo portátil, mientras se reposan las piernas tras un largo día de trabajo o se espera a que Morfeo nos meza. ¿Qué hay de malo en ello? Nada. Nada y todo.

Desde que hace 40 años el pequeño Mickey Myers empuñara el cuchillo de cocina para fragmentar a su familia, de forma literal y en plano secuencia, Halloween se ha asentado en el imaginario colectivo global. Por un día, o noche, dejamos que esos fantasmas que procuramos almacenar en el armario salgan y hagan de las suyas. Lo hacemos por diversión, sí, pero también nos mantiene en guardia.

Queremos pasarlo mal, concentrar nuestro pavor durante unas pocas horas para sentirnos más seguros luego, el resto del tiempo, y contentarnos y sentirnos satisfechos aunque sea solo por seguir con vida. La televisión lo sabe, y nos ofrece múltiples herramientas para alcanzar esa catarsis colectiva y seguir funcionando socialmente.

Cada persona es un universo, y cada universo tiene sus propios miedos. En esa cosmogonía individual, los monstruos toman múltiples formas. Lo que a usted, que lee estas líneas, le puede asustar no será lo mismo que perturbe televisivamente hablando a cualquiera de las seis firmas que exponen sus temores a continuación. Unos temores que se manifestaron dentro de los límites del cuatro televisivo. Unos temores que, al final, acaban convergiendo en una sensación común. Una sensación común que se puede resumir con una sola imagen…

El Aro. Foto: Especial.

Joss Whedon fue nominado al Emmy por Mejor Guion Dramático en el 2000 gracias a Silencio, un reconocimiento cuanto menos curioso ya que más de la mitad del metraje es mudo. Y todo ello se les debe a “Los Caballeros”, que llegan a Sunnydale en busca de siete corazones con los que completar su maléfico plan.

Dejando a un lado la espectral apariencia de estas criaturas -una suerte de cadáveres de sonrisa endemonia y esmoquin que se deslizan algunos centímetros por el suelo-, lo verdaderamente aterrador de este episodio está en ese juego más de sombras que de luces, música que avecina un destino fatal en el momento justo, y planos sorpresivos producto de un bien labrado montaje sin jumpscares.

La idea del horror también reside en el planteamiento del episodio per se. Y es que estos Caballeros se adueñan de la voz de sus víctimas para poder arrancarles el corazón sin que estas puedan gritar para pedir auxilio. Teniendo en mente películas de terror reciente como Un lugar tranquilo (John Krasinski, 2018) y A ciegas (Susanne Bier, 2018), que se lanzan al macabro juego con los sentidos, Silencio también podría ser un buen argumento para una proyección de mayor recorrido.

Me atrevería a decir que se trata, sin lugar a dudas, de uno de los mejores capítulos de toda la serie -sino el mejor-. Con él, Whedon demostró que Buffy es algo más que buenos diálogos, uno de los principales atractivos de la dramedia según la crítica internacional.

Buufy la caza vampiros. Foto: Especial.

A finales de los noventa, Le temes a la oscuridad se convirtió en una de esas series que perturbaba, con cada emisión, el descanso de una generación que aún no tenía edad ni para llamarse prepúber. La serie, que adaptaba los libros de R.L. Stine, proponía cuentos de terror sin demasiada enjundia en episodios de veinte minutos que, de vez en cuando, podían ser mucho más subversivos de lo aparente.

Así fue, para servidor, el décimo capítulo de la primera temporada: La noche del muñeco viviente. Era la historia de una joven llamada Amy que, el día de su cumpleaños, recibía un regalo en apariencia inocuo: un muñeco de ventrílocuo llamado Slappy. Quién sabe por qué su padre le quiso tal mal, pero el caso es que el maniquí tenía vida propia y, cuando los adultos no miraban, despertaba dispuesto a hacerle la vida imposible a la pobre joven. De paso, también alteraba la imaginaría de una generación que difícilmente olvidaría el diseño del diabólico juguete.

Desde entonces, los muñecos de ventrílocuo no volvieron a ser lo mismo. Aunque también es verdad que siempre han tenido algo inquietante.

Slappy. Foto: Fox Kids, El Diario.

Los que no estamos tan familiarizados con el género del terror, y no vemos ficciones de ese tipo, seguramente nos causan impresión escenas que para los verdaderos fans son casi cotidianas, simplemente porque nos dan “sustos”.

En mi caso, la primera que se me vino a la mente fue cuando Nancy, Jonathan y Steve se enfrentan al monstruo de Stranger Things en el capítulo final de la primera temporada. Tengo el recuerdo de cómo el ambiente claustrofóbico de la casa, la oscuridad de la escena, las “trampas” de los personajes y la aparición de la criatura hicieron que me llevase algún sobresalto y me pusiera nervioso, más aún cuando era el final de temporada y, por qué no, podría morir algún personaje como cliffhanger para la siguiente.

A nivel visual, también guardo el recuerdo del impacto que me causó el 2×07 de Vikings, cuyo título recordará a todos sus fans a qué capítulo me refiero: Blood Eagle. En él, Ragnar Lothbrok practica un método de tortura y ejecución real de los nórdicos, consistente en abrir a la víctima por la espalda desde la columna vertebral, cortar las costillas haciéndolas parecer alas, y sacar los pulmones del cuerpo poniéndolos sobre los hombros. Con una forma de mostrarlo que pese a todo no resultaba desagradable y permitía mantener la vista en la pantalla, la crudeza de lo que mostraba y la ambientación que le dio la serie lo convirtió para mí en el momento más impactante de Vikings.

No son pocos los capítulos de Coraje, el perro cobarde que acaban de forma extraña, incómodo y provocando sensaciones similares a las de un episodio de Black Mirror. La serie de Cartoon Network, además, cuenta con la clásica paradoja de ser vista por niños cuando quizá no sea tan recomendada para estos. De hecho, la premisa ya de por sí es tenebrosa: una pareja de ancianos que vive con su perro asustadizo en mitad de un páramo desierto. Los únicos visitantes, si los hay, suelen ser personajes con no muy buenas intenciones.

Ejemplo de ello es el capítulo El Gran Fusilli, uno de tantos que acaban de forma trágica para la familia. Narra la historia de un reconocido mago italiano que llega hasta la casa de Justo, Muriel y Coraje con un teatro ambulante que, curiosamente, no tiene ningún actor. “Esa es la magia. ¿Nunca ha soñado con la emoción de ponerse el maquillaje que aleja todas las preocupaciones de la vida?”, dice el dramaturgo. Es entonces cuando invita a los protagonistas a unirse a él en el escenario. Les ofrece de todo: camerino, maquillaje, vestuario… Pero algo no marcha bien. Y, cuando Coraje se percata de ello, ya es demasiado tarde.

Podemos pensar en monstruos, inframundos y fenómenos paranormales, pero a la hora de hablar de terror, nada da más miedo que la propia realidad. Sobre todo si hablamos de nuestra sociedad, tal y como Black Mirror hizo con acierto en El himno nacional, el primer capítulo de su historia.

Estrenado en 2011, el episodio comienza con el secuestro de una querida princesa británica. La única exigencia que pone su secuestrador para liberarla es que el Primer Ministro mantenga relaciones sexuales con un cerdo mientras millones de personas lo ven en directo por televisión. Algo que éste acaba haciendo porque, básicamente, no tiene otra opción.

Quien sí la tiene son el resto de ciudadanos. Ellos tienen la posibilidad de no hacer viral el mensaje del secuestrador a través de Youtube y Twitter. Pero lo hacen. Al igual que se mofan del Primer Ministro y bromean, por ejemplo, con que cogerá el sida al tener sexo con el cerdo. O celebran el inicio de la retransmisión y no despegan sus ojos del televisor hasta el final, a pesar del asco que reflejan las caras.

¿Y por qué hacen todo esto? Por una tan aterradora como perfectamente plasmada falta de humanidad. Y aunque el Primer Ministro acaba convertido en un héroe y viendo incrementados sus índices de popularidad, eso no evita que El himno nacional te deje con mal cuerpo al caer en la cuenta de que el problema que refleja no es ficción, sino pura realidad. Y eso sí que da miedo.

“Ahí dentro está la maldad”, advierte Enrique a su mujer poco antes de que la vida de la mediocre familia protagonista de El televisor se enfrente a su propia carta de ajuste vital. Ella intenta tranquilizarlo, pero para entonces ya sabemos que poco bueno hay en sentarse en el sofá a disfrutar de la programación.

Lo que comienza como una narración satírica de la gris existencia del español medio en el tardofranquismo, merced a la locución entre divertida y azogada de Chicho Ibáñez Serrador, deviene en una pesadilla tecnocrática y metalingüística. Porque si este en apariencia inane electrodoméstico, con su ilusión de verdad, es una trampilla para abocarse a horrores otrora imposibles de codificar en imágenes, esta historia para no dormir (configurada como especial tardío de la serie) hace precisamente eso con el espectador: mostrarle una violencia exacerbada ante la que el individuo no puede protegerse.

Mi memoria hipertimésica me permite revisitar con viveza la primera vez que imité a Enrique y me postré ante El televisor. Corrían los últimos días de abril del 2000 cuando TVE tuvo a bien reponerlo en Prime time. Lo hacía como anticipo de una anunciada recuperación de la mítica serie, pero de ese plan no se supo más. Recuerdo las imágenes finales, el caos desatado bajo las paredes forradas de papel pintado del modesto piso que servía de escenario, tanto como las que horas después protagonicé yo mismo, manteniendo en vela a mis padres mientras arrojaba por el retrete mi última cena. El pediatra indicó que no era más que un catarro mal llevado, pero en mi fuero interno siempre supe que esa emisión fue un experimento, que esa ficción inoculó algo en mí. Algo de lo que no he podido purgarme aún.

Fuente: ElDiario.es


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