Sin dudar ante la comparación, Pablo Villalpando dice recordar haber vivido hace unas cuatro décadas en un país con una economía mucho mejor.
A finales de los años 70, recuerda el hoy pensionado de 69 años, su salario como conductor de autobuses de pasajeros en una compañía privada era suficiente para sostener a su familia, hacerla crecer hasta con ocho hijos y, aún así, dice, confiar en que podría tenerlos a todos sanos, alimentados y en la escuela.
“Ahora está muy difícil, hasta para las personas preparadas”, dice. “Uno de mis hijos es ingeniero y ahora anda de gasero y le va mejor. Otro andaba de taxista, y ahora está en Estados Unidos… Me da tristeza. Yo quisiera que ellos estuvieran en su profesión”, agrega.
Entrevistado al terminar su consulta por hipertensión en una clínica del Instituto Mexicano del Seguro Social, en la Delegación Gustavo A. Madero, Villalpando recuerda con precisión el periodo ubicado entre 1982 y 1983 como el inicio de sus problemas económicos. Primero, dice, porque la carga familiar que calculaba sostenible empezó a ser extenuante a partir de su sexto hijo. Pero luego, recuerda, porque en el país empezaron a sucederse las crisis económicas y, pese a trabajar hasta 16 horas diarias, sus ingresos –alrededor de dos salarios mínimos– jamás volvieron a rendir lo mismo.
“Todo empezó desde Salinas [Carlos], o antes, desde Miguel de la Madrid [Presidente de 1982 a 1988], cuando fue más fuerte –dice. Yo creía que México iba a estar mejor, pero me equivoqué; hubo muchas devaluaciones y ya no alcanzaba”.
La disminución en la calidad de vida y en el poder de compra de los ingresos que Villalpando identifica de manera precisa haber experimentado a partir del inicio de la década de los años 80 no es única. Como varias investigaciones académicas, desde 2014 el Gobierno federal reportó también en su Programa Sectorial de Trabajo y Previsión Social que, “durante los últimos 36 años, el poder adquisitivo del salario mínimo acumuló una pérdida de 72.8 por ciento”; es decir, casi tres cuartas partes del valor que las ganancias de la población ocupada tenían a finales de los años 70.
Esta contracción, muestran diferentes análisis, frenó a su vez el crecimiento del resto de los ingresos y estacionó en dos salarios mínimos, o en 140 pesos actuales, el promedio máximo que gana el mayor porcentaje de la población empleada y que, junto con quienes ganan un salario mínimo, de acuerdo con el más reciente análisis de la Auditoría Superior de la Federación (ASF), suman el 42.2 de la población ocupada; es decir, unos 20.8 millones de mexicanos.
El mismo reporte muestra cómo cuando un trabajador o trabajadora gana sólo un salario mínimo, éste únicamente alcanza para la canasta básica alimentaria de dos personas, generando un faltante de casi un 350 por ciento para que, además de la comida, el ingreso sea suficiente para la adquisición de otros bienes básicos, como vestido, vivienda, mobiliario, salud, transporte, recreación y educación.
La incapacidad de estos ingresos para cubrir la necesidades básicas de los trabajadores en México viola el Artículo 123 de la Constitución, que ordena que los salarios mínimos deben “ser suficientes para satisfacer las necesidades normales de un jefe de familia, en el orden material, social y cultural, y para proveer a la educación obligatoria de los hijos”.
Pero el que sean tan bajos, advierte también el más reciente análisis de la ASF, es una ventaja para las compañías extranjeras que llegaron a instalarse en el país a partir de la introducción del modelo “exportador”, o de libre comercio. Compañías internacionales, agrega el reporte oficial, con las que la mayor parte de las empresas y la industria nacional no pudieron competir.
El resultado: una mayor demanda de fuentes de trabajo y menores salarios.
“Después de la crisis de 1995, y como resultado del modelo exportador establecido en el contexto del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), el país experimentó la llegada de inversión extranjera directa que venía a aprovechar los bajos salarios nacionales (en relación con los que se encontraban en sus países de origen)”, narra el apartado “Evolución histórica de la política laboral” del reporte difundido por la ASF y que revisa un periodo de 157 años.
“Sin embargo, las empresas nacionales redujeron su rentabilidad debido a la desintegración de cadenas productivas con exportadoras transnacionales, lo que impidió la contratación de nuevo personal (…) Las empresas que no adecuaron sus estructuras productivas al nuevo contexto tuvieron que cerrar en menos de un año, lo cual ocasionó la perdida de muchas fuentes de empleo. Esta situación, junto con la coyuntura derivada del bono demográfico, incrementó el déficit de empleos, la emigración hacia Estados Unidos y la informalidad laboral”, agrega el análisis del órgano auditor de la administración pública federal.
Los impactos de esta transformación en la misión del salario mínimo, dice la investigadora Graciela Bensusán Aerous, de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) son “brutales”. Y no sólo porque el poco valor del salario en el mercado laboral ha fomentado la informalidad en la que vive casi un 60 por ciento de la población trabajadora y ha aminorado el grupo de quienes sí pagan impuestos. La principal distorsión, advierte, es haber convertido el trabajo en una de las principales fuentes de pobreza.
“Es una distorsión económica brutal”, dice la investigadora especializada en temas económicos y de movimientos obreros.
“El mercado laboral está generando pobreza; tenemos una gran cantidad de empleo precario por ingreso”, agrega.
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