Ha vivido en Pekín toda su vida, ciudad donde nació. Pero, como millones de chinos concebidos en violación de la política del hijo único, Li Xue, una mujer de 22 años, no existe a ojos del Estado.
No tuvo ni tiene derecho a estudiar, ni a la sanidad ni a un trabajo formal. Ni siquiera a tomar un tren. Sin una partida de nacimiento ni documento de identidad, es una extraña en su propio país.
“Haga lo que haga, estoy bloqueada. No hay nada en China que pruebe que existo”, afirma Li, de 22 años.
Pekín anunció esta semana el fin de esta política muy controvertida, que durante 35 años impidió a la mayoría de parejas tener más de un hijo. Ahora podrán tener hasta dos.
Los padres de Li ya tenían una hija cuando ella se quedó embarazada por accidente. En ese momento, ambos tenían una baja por enfermedad en sus trabajos como obreros. Aunque no querían un segundo bebé, su madre estaba demasiado débil para abortar.
Las familias que violan la ley deben pagar una “tasa de mantenimiento social” para legalizar a sus hijos y garantizarles el “hukou”, el permiso de residencia indispensable para tener una ciudadanía normal en China.
Por Li, las autoridades pidieron 5.000 yuanes, una suma inabordable para sus padres, que vivían con 100 yuanes mensuales.
A los seis años, se dio cuenta de que no era como los demás. Sus compañeros del barrio empezaron a ir a la escuela y se alejaron de ella por orden de los padres.
“Solía llorar y decirme ‘Mamá, quiero ir a la escuela’, pero no era posible”, explica su madre, Bai Xiuling.
“Si enfermaba, teníamos que ir a suplicar a los vecinos que nos dieran medicamentos”, añade.
Plaza de Tiananmén
En 2010, datos del censo revelaron que hay 13 millones de casos como Li en China, con una población oficial de mil 370 millones de personas.
La hermana de Li, Li Bin, ocho años mayor, le enseñó a leer y escribir. Pero mientras los niños de su edad iban a la escuela, ella se pasaba el día delante de los edificios del gobierno, donde sus padres esperaban que alguien escuchara sus ruegos.
“Fuimos tantas veces… Casi cada día si el tiempo lo permitía”, dice Bai, de 59 años.
En la simbólica plaza de Tiananmén, Li colgó un cartel que decía, simplemente, “Quiero ir a la escuela”.
Pero no sólo sus esfuerzos fueron en vano, sino que la familia denuncia además haber sido blanco de vigilancia policial durante una década y sus padres afirman haber recibido palizas, una de las cuales los dejaron postrados en cama durante dos meses.
Cuando el padre de Li murió el año pasado, policías de paisano se apostaron delante del hospital.
“Su padre siempre le dijo que no perdiera la esperanza. Murió con los ojos abiertos. ¿Cómo podía descansar en paz?”, dice Bai, entre lágrimas.
En algunas zonas de China, las autoridades han prometido empezar a otorgar el “hukou” a las personas cuyos padres no pagaron las multas.
Contactado el domingo por la AFP, un hombre de la comisaría local donde vive la familia de Li dijo: “Si viene a vernos, le daremos el hukou”.
“En los últimos 22 años, he visto cómo el gobierno prometía esto y aquello, pero nada cambia sobre el terreno”, afirma Li.
Un trabajo en negro
La familia de Li vive en dos habitaciones de una casa compartida en Pekín, sin baño.
Li Bin dejó la escuela a los 16 años para ayudar a su familia y ahora trabaja en una empresa de electrónica.
La presión destruyó el matrimonio de la primogénita, pero no le echa nada en cara a su hermana.
“Queremos a Li Xue, ha perdido tanto”, afirma. “Queremos que sienta el calor de nuestro hogar, puesto que no puede sentir el de la sociedad”.
Hoy, Li Xue trabaja en un restaurante cuyo patrón aceptó cerrar los ojos.
“Es la primera vez que soy juzgada por mis competencias y no por mi estatuto. Es magnífico”, afirma.
“¿Mi futuro? No lo puedo ni imaginar”.