Virginia Woolf, oficio de vida o muerte

LA mañana del 28 de marzo de 1941, la escritora británica Virginia Woolf se hundió en las aguas del río Ouse, cerca de su casa de campo en Rodmell, Sussex, con los bolsillos del abrigo cargados de piedras, para evitar que su cuerpo flotara hasta la superficie antes de que terminara de ahogarse. Deprimida por el recrudecimiento de los bombardeos que los nazis lanzaban a diario sobre Londres, y temerosa de la amenaza que significaba el avance de las huestes homicidas de Hitler —al estar casada con Leonard Woolf, un editor de origen judío con quien, en 1917, había fundado la editorial Hogarth Press—, en los últimos días de su vida, no obstante que acababa de poner el punto final a la novela que se publicó póstumamente con el nombre de Entre actos (1941), Woolf “había sentido cada vez con más frecuencia la mordedura del trastorno mental”, como señala el escritor español Antonio Muñoz Molina en el artículo Diario incesante de Virginia Woolf, “y cada vez le era menos útil el remedio que siempre le había ayudado a salvarse de él: el trabajo, la escritura constante, la entrega a aquella adicción que un amigo suyo comparaba con la adicción al opio”.

LA REALIDAD INTERIOR

“Adeline Virginia Stephen, la segunda hija de Leslie y Julia Prinsep Stephen, nacida el 25 de enero de 1882, descendiente de un gran número de antepasados, unos famosos y otros desconocidos; en el seno de una familia numerosa, hija de padres acomodados, aunque no ricos, en un mundo del siglo XIX, muy comunicativo, epistolar, propenso a las visitas y a la elocuencia”, escribió Woolf de sus orígenes, en una página de sus cuadernos. Educada en la nutrida biblioteca de su padre, no asistió a la universidad, pero recibió clases particulares. La muerte de su madre, en 1895, desencadenó su primera depresión grave, y dos años más tarde sufrió la traumática muerte de su hermanastra, que estaba recién casada y esperaba un hijo. En 1904 murió su padre, y a pesar del trastorno nervioso que debió afrontar, tiempo después, en un pasaje de sus memorias manifestó que, en cierto modo, había sido un alivio poder librarse de esa figura tiránica y demandante. Fue anfitriona, a partir de 1907 —en una casa que habitaba con sus hermanos—, del círculo de Bloomsbury, prestigioso grupo de intelectuales al que pertenecieron, entre otros, el biógrafo Lytton Strachey y el economista John Maynard Keynes. En 1912 se casó con Leonard Woolf, de quien adoptó el apellido, y su ocupación novelística dio comienzo con Fin de viaje (1915), a la que siguieron Noche y día (1919) y El cuarto de Jacob (1922).

Teniendo en cuenta que “los novelistas anteriores habían narrado la realidad externa”, puntualizó José Emilio Pacheco al presentar una colección de literatura inglesa, Woolf dijo que “iba a ocuparse de la realidad interior, a hacer la crónica del instante, explorar el momento en su abismal complejidad. Más que de la narrativa, sus técnicas proceden de la poesía y de la pintura impresionista”. Y en la cresta del paisaje de esa obra literaria, heterodoxa y penetrante, se sitúan las novelas La señora Dalloway (1925), un recorrido en Londres al paso de las campanadas que marcan las horas de un día; Al faro (1927), escrita tan rápido y fácil como cuando “un vendaval agita una vieja bandera”; Las olas (1931), que tramó con una serie de monólogos que alternan sus evocaciones en el intento de “dar el momento entero; no importa lo que incluya”; y Los años (1937), saga familiar de pulso más íntimo que épico; además de varias colecciones de cuentos, seis volúmenes de cartas, y biografías novelescas como Flush (1933), que según Quentin Bell, sobrino y primer biógrafo de Woolf, “no se trata del libro de una mujer que ama a los perros, sino de una escritora a la que le gustaría ser perro”, y Roger Fry (1940); el libro de ensayos El lector común (1925-1932), un ariete con el que se propuso inclinar la torre desde la que profesaban los eruditos literarios, y validó “otra clase de crítica, la opinión de la gente que lee, por amor a la lectura, lenta y no profesionalmente”; así como los abrasivos ensayos de Una habitación propia (1929), y Tres guineas (1938), que dan forma al legado central de una extraordinaria escritora que, ante todo, así lo señala el poeta Juan Malpartida en la reseña Las palabras y los días, mantuvo la idea de que tenía un destino que cumplir: “realizar una obra que no siempre adopta, en su horizonte, el perfil de la novela. De hecho, muchas de sus obras son la exploración de sentimientos más que la creación de personajes y tramas, aunque siempre buscó y a veces logró el gran enigma de la forma”.

LETRAS Y CONFESIÓN

“A medida que escribo se esfuma la melancolía. ¿Por qué no lo escribiré con mayor frecuencia? Claro, lo impide la propia vanidad. Aun ante mí misma quiero aparecer como todo un éxito. Pero igualmente no llego hasta el fondo. Viene de no tener hijos, de vivir lejos de los amigos, de no lograr escribir como es debido, de gastar demasiado en la comida, de estar poniéndose vieja”, anotó Woolf en un pasaje del Diario que escribió desde 1915 hasta pocos días antes de su muerte. Contenido en 30 cuadernos que han sido editados en cinco volúmenes, Leonard Woolf publicó una primera versión “expurgada” con el título de Diario de una escritora (1953), y sobre ella, Muñoz Molina dijo: “No conozco otro testimonio mejor sobre la felicidad y la incertidumbre de escribir. No hay confesión de un escritor en la que haya tanta verdad”.

Autora de los ensayos incluidos en La muerte de la polilla y otros escritos (1942), y de las memorias póstumas Momentos de vida (1976), en la novela Orlando (1928) encajó astillas en la herida de los duelos que habían marcado su existencia y escribió: “¿Es preciso que el dedo de la muerte se pose en el tumulto de la vida de vez en cuando para que no nos haga pedazos? ¿Estamos conformados de tal modo que a diario necesitamos minúsculas dosis de muerte para ejercer el oficio de vivir? y entonces, ¿qué raros poderes son esos que penetran nuestros más secretos caminos y cambian nuestros bienes más preciosos a despecho de nuestra voluntad?”.

Fuente: Excélsior